jueves, 22 de octubre de 2015

2016: el queso antes que la ratonera

En Oaxaca hay muchas cosas que parecen no tener solución, una de ellas es la forma de hacer política cada seis años. Se considera al cambio de sexenio como la única época para debatir los proyectos de desarrollo del estado y aun para sacar a relucir todos los defectos de los adversarios. La situación es reflejo de una gran pobreza intelectual. La política no debería traducirse en la confrontación sin sustancia que pondera lo superficial: quién será candidato, quiénes apoyarán sus ambiciones, tiene o no el talante de líder; hasta caer en el absurdo de si el candidato es guapo o no lo es. Estas cuestiones de formato basadas en el marketing no hacen la diferencia entre un pasado autoritario que preferimos olvidar y un presente en el que creemos vivir la transición democrática. Que las campañas políticas sean el centro de atención pública deja mucho que desear, pues no es a través de ellas cómo se definen los intereses colectivos y se logran equilibrios sociales. En ellas se disputa el poder entre las élites acostumbradas a lo chabacano.

En tiempos electorales hay que esperar lo peor de todos los contendientes. Las fracturas al interior de los grupos son comunes y es normal que la traición se guarde para el arranque del proceso electoral. En Oaxaca los últimos días han dado cuenta de ello. Una nota en un periódico de la prensa nacional atacando al gobernador del estado; una polémica inacabada en torno al centro de convenciones de la capital; pero también un intenso activismo de los funcionarios federales y de los legisladores que quieren convertirse en gobernador; el desafío de la CNTE que no quiere perder sus prebendas. Un escenario convulso por donde se le vea mientras el círculo rojo conjetura los futuribles con intuiciones del tamaño de un garbanzo. En la marcha hacia 2016 no hay una reflexión profunda de para qué se quiere usar el poder sino una guerra contenida en la que pronto habrán de aventarse lodo todos los involucrados. El debate público tristemente se somete a lo circunstancial y no al proyecto de estado que afectará a todos los oaxaqueños.

Esa inmediatez con la que se piensa la cosa pública no es nueva, pero adquiere otro cariz una vez que México como nación y Oaxaca como entidad federativa han vivido procesos de transición democrática por muchos años, por lo que se esperaría que la fuerza de los votos se hubiera traducido ya en una cultura política distinta. Es decir, que lo electoral hubiera cedido paso a la construcción de una ciudadanía verdaderamente activa, que pondera su participación —más que en los procesos electorales— en la definición continua de la agenda pública y en la búsqueda de las soluciones basadas en el conocimiento y respaldadas en el consenso de mayorías cada vez más amplias. Ese panorama, por deseable que sea, está lejos de ser la visión presente para Oaxaca. Sus políticos siguen pensando en horizontes de tiempo realmente cortos; nada más lo necesario para conseguir un cargo público mejor remunerado. En el camino deja de importar si se logran proyectos de trascendencia social, y se vuelve preponderante ganar adeptos a los intereses personales o de grupo con los que unos cuantos aseguran el control de los recursos por más tiempo.

La campaña que ya empezó será la repetición de las viejas formas que modelaron por décadas al sistema político mexicano. Costó mucho trabajo abrir el sistema electoral y de partidos a la pluralidad política, e incluso hoy se siguen recordando las máximas de Reyes Heroles cuando fue el secretario de Gobernación reformador, como aquella que reza: “lo que resiste apoya”. También se recuerda la conformación del Frente Democrático Nacional en 1988 cuando la oposición llegó más fuerte que nunca a una elección presidencial de la que nunca se despejó la sombra del fraude electoral. Seguiremos viendo las imágenes de la celebración de Fox en 2000, con el panismo más guanajuatizado que nunca; gente llorando y gritando mientras el presidente Zedillo confirmaba por televisión que por primera vez un partido distinto al PRI llegaría a Los Pinos. Todos esos símbolos seguirán siendo importantes para quienes se interesan un poco en el pasado reciente de su país, pero, no obstante, nos recordarán que los símbolos no bastan para consolidar el rumbo de un pueblo.


De ahí que la elección de 2016 para Oaxaca represente un gran reto y al mismo tiempo un serio problema político, pues se pondrá a prueba la solidez del proceso democrático después de la alternancia de hace seis años, pero además, se confirmará que por sí solo ese proceso no garantiza el rendimiento institucional de los próximos años. Si de por medio no hay un examen crítico del pasado reciente y una planeación prospectiva que pondere los próximos treinta o cincuenta años, nuestros políticos oaxaqueños pueden seguir disputándose el queso aunque, como reza el clásico, después se arrepientan y solo busquen desesperadamente salir de la ratonera. 

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