jueves, 13 de febrero de 2014

México, presidencialismo y crisis de representatividad


La pregunta de si la democracia es la mejor forma de gobierno para México no se puede entender sin tomar en cuenta la crisis de representatividad que —probablemente por la facilidad de comunicarnos actualmente— es tan evidente. Los partidos políticos (p.p.) mexicanos interactúan en una esfera que se aparta mucho de la sociedad como conjunto, basta ver el espectáculo que ha sido el Pacto por México. En principio, surgió como un acuerdo para echar a andar las reformas estructurales postergadas, tomando en cuenta la opinión de los tres principales p.p. nacionales. La explicación para descartar a las fuerzas minoritarias es obvia: no son necesarias en un país cuyo parlamentarismo es incipiente. En realidad, el Pacto por México vino a revivir el presidencialismo omnímodo y con ello a convertir las sesiones legislativas en un “levantadero” de manos o una oficialía de partes.

Un ejemplo: la escena de Porfirio Muñoz Ledo interpelando a voz en cuello al presidente Miguel de la Madrid en 1988 es apenas muy reciente. Ahora, el primero de septiembre no solo dejó de ser el día del presidente en tanto que ya no se le rinde el “besamanos”, sino que tampoco está obligado a entregar personalmente su informe en el Congreso de la Unión. El hecho de que el jefe del poder ejecutivo ni siquiera acuda a rendir, como antaño, un mensaje que comunique los avances y proyectos de su gestión es un mal síntoma de nuestro sistema político. No es que los tiempos pasados hayan sido siempre mejores, sobre todo si se recuerdan momentos como aquel en que una mayoría “aplastante” vitoreó como prócer de la patria al presidente Díaz Ordaz después de haber dado su versión de los hechos sangrientos del 2 de octubre de 1968. Sin embargo, no considero democrático que la figura más importante de nuestra democracia no dialogue, aunque sea simbólicamente, con quienes por lo menos formalmente son los representantes de la nación.

¿Por qué creo que el presidente de la República es la figura más importante de nuestra democracia? En primer lugar, hay una razón histórica. Desde la Independencia, pasando por la Reforma y la Revolución, la búsqueda del poder ha estado marcada por las posibilidades que otorga sentarse en la silla del águila. Los gobernantes de México se han caracterizado por tomar decisiones verticalmente, sin considerar la opinión de eso que la Constitución denomina “pueblo” y que tiene el inalienable derecho de modificar su forma de gobierno. En segundo lugar, hay una razón práctica, comúnmente el nuevo presidente presenta su visión de las cosas con una ventaja amplia: los legisladores de su partido, generalmente la mayoría legislativa, la convalidan en consideración de que su futuro político depende de que gocen de su buena aprobación. El presidente es de hecho el jefe de su partido. La sociedad, en consecuencia, solo espera; es espectadora de los cambios.

Histórica y prácticamente, el presidencialismo ha impuesto una visión de las cosas que no ha encontrado mayores resistencias en el parlamento. Por supuesto que el sistema político mexicano hasta hace muy poco no garantizaba condiciones de equidad en la competencia política. Mejor dicho, no había tal competencia institucionalizada hasta la creación del Instituto Federal Electoral. Y se debe a esto, en buena parte, que el señor-presidente ocupara un espacio central en nuestra forma de gobierno, que por lo menos durante el siglo XX giró alrededor de su figura. El acuerdo prevaleciente y que dio estabilidad al sistema de partido hegemónico fue la no reelección; quien gobernaba tenía el derecho último de elegir a su sucesor, pero nada más.

La transición democrática, período que se relaciona con la alternancia política en la presidencia ocurrida en 2000, presenta dos saldos claros. Por un lado el notorio debilitamiento de la figura presidencial hasta 2012 y por otro, el papel cada vez más activo de las cámaras de diputados y senadores en la definición de la agenda de gobierno. 

Del primer aspecto, se ha señalado la conveniencia para México de adoptar un sistema semi-presidencial, con lo cual habría dos figuras ejecutivas: el presidente en su calidad de jefe de Estado y el primer ministro como jefe de gobierno. En este sentido, la relación con el Congreso correspondería de forma permanente al segundo. Además de quedar fuera de la reciente reforma político-electoral, lo cierto es que la cultura política mexicana no da señales de que este régimen sea factible. En nuestra tradición de gobierno, no se mira fácil que se reconozca lo suficiente a dos figuras ejecutivas con competencias distintas, tanto en el círculo de poder como en la sociedad en general.

El México autoritario no se ha ido del todo. Si bien hay un discurso que pondera el ejercicio del poder como respetuoso de la legalidad, dentro del marco informal de interacción política las expresiones de disidencia u oposición son marginadas e incluso perseguidas. Lo cual ocurre en tiempos en que solo un sector mínimo de la sociedad parece convencido de su injerencia política al menos por la vía de elegir a sus representantes. Los niveles de abstencionismo en elecciones locales y federales no dejan de alarmar, amén de que el “pueblo” no se interesa en participar dentro de un p.p.  

El pueblo, ese sujeto ambiguo de nuestro léxico político, no deja de ser bandera de quienes buscan el poder a cualquier nivel. Aunque la cotidianidad esté marcada por noticias trágicas de algunos de sus miembros: decapitados en Michoacán, comerciantes informales en la ciudad de México, maestros disidentes en Oaxaca… Quienes viven en condiciones adversas en realidad son los depositarios de la soberanía nacional tanto como los políticos, los grupos empresariales y los intelectuales. Es decir, que en el concepto de pueblo cabemos todos. Y no deja de llamar la atención que se repita hasta el cansancio que el pueblo tiene el gobierno que se merece porque primero habría que precisar: qué pueblo y cuál gobierno. En México, sin duda, un pueblo apático y un gobierno indiferente.


Creo que la democracia es la mejor forma de gobierno, sí, pero también creo que en México la democracia no pasa de ser una ficción cubierta por un presidencialismo trasnochado; un concepto que no describe la realidad; una promesa de discurso y un momento de efervescencia pasajera en nuestra historia. Superar la crisis de representatividad es una tarea que concierne a cada ciudadano, en la medida que se considere a sí mismo depositario del poder público. Aquí caben todos, es cierto, pero las mayorías ciudadanas tienen la responsabilidad de hacer efectiva la democracia y sus medios; sobre todo estos. Es decir, que los p.p. dejen de servir intereses particulares y vuelvan a su naturaleza como entidades de interés público. La representatividad de los poderes ejecutivo y legislativo se logrará pues con una sociedad que asuma la ciudadanía como un valor de su existencia y no como un requisito del poder. 

3 comentarios:

http://virtusverita.blogspot.mx/ dijo...

Bruno concuerda conmigo en que la mejor forma de gobierno para México es la democracia representativa en un sistema presidencialista. También concuerda conmigo en que, aunque la Constitución ya declara que ese es el régimen político del país, es necesario resolver profundos problemas. Yo, aunque no expreso cuáles son específicamente esos problemas (pues la pregunta a la que respondemos sugiere una respuesta normativa y no descriptiva), sí señalo que la democracia mexicana es germinal, que aún le falta mucha madurez. Por su parte, Bruno es mucho más explícito en su análisis y menciona como principal obstáculo la falta de representatividad, cosa que respaldo.
Me gustaría añadir al análisis de Bruno que, además de la falta de representatividad, y seguramente también como su consecuencia, existe el problema de la falta de participación política. El hecho de que los políticos parezcan actuar en una esfera apartada de la de sus electores, se debe en parte a que la poca exigencia que reciben por sus votantes. La participación en asociaciones políticas, asistenciales, con fines altruistas o gremiales es muy escasa en el país. Tampoco existe una cultura de exigir a los periodistas investigaciones profundas. Los grupos de discusión en México son pocos y muchas veces están claramente sesgados (me alegro de que el nuestro no sea así). Estoy de acuerdo en que todo esto es culpa de que no existen suficientes mecanismos de que ocurra, pero pienso que tampoco ha habido suficiente presión. El cambio debe surgir, como sugiere Bruno, de la misma sociedad. Esto es un requisito de las democracias: su único mecanismo de transformación es la participación pública.
Es ese triste binomio (la falta de representatividad y poca participación), lo que hace que nuestra democracia sea apenas germinal, como opino yo o una ficción, como señala Bruno. Respecto a este panorama me considero un optimista condicionado. Estoy seguro de que en los próximos años, por la ampliación del acceso a Internet y una probable recuperación económica mundial, la sociedad mexicana podrá exigir cada vez más de sus políticos. Sin embargo, veo también que eso mismo, si no hay suficiente tenacidad, puede aumentar la brecha entre los problemas y sus soluciones. Ya veremos si nuestra generación tendrá la voluntad que se necesita.
También concuerdo con Bruno en que históricamente la figura más importante del sistema político mexicano es el presidente. En lo que disiento es que no creo que deba ser así. La democracia se basa en las decisiones conjuntas, en donde la cabeza no es la más importante sino solo la carta de presentación. Pensando en eso, yo no despreciaría la posibilidad de que en el futuro se den las condiciones en las que se pueda pensar en tener un sistema parlamentario donde existieran dos figuras (presidente y jefe de Estado) y creo que, aunque sería un cambio tan radical como difícil, podría significar algunas ventajas.
Finalmente, concuerdo en que es una lástima que el presidente ya no vaya al Congreso a rendir su informe, aunque sostengo que el formato tendría que cambiar muchísimo respecto a lo que hacía el PRI. La demagogia y los largos discursos deben convertirse en reuniones mucho más dinámicas en las que el presidente tenga que responder al momento los cuestionamientos populares. Así funciona en países como Inglaterra o España y las sesiones están llenas de desencuentros que muestran, por lo menos simbólicamente, que todos deben rendir cuentas y pueden ser juzgados. Al fin, el sistema democrático es justo eso: uno en el que a partir de la abierta discusión se genera la paz.
Pablo Ignacio Soto Mota

http://tertuliadelabuelo.blogspot.mx/ dijo...

Ciertamente la crítica hecha a nuestra forma de gobierno es legítima, la democracia en nuestro país se tradujo en un presidencialismo abusivo y en una dictadura de partido; sin embargo su propuesta se limita a otro tipo de democracia, una democracia parlamentaria, la cual considera no sería factible en tanto la forma de pensar del mexicano; considero que aquí es donde radica el problema de nuestras propuestas, ya que el parlamentarismo también es propuesto en mi postura y en la de Alan. La idiosincrasia se vuelve en contra de este proyecto por lo que debemos plantearnos ¿podemos cambiar la idiosincrasia del mexicano?

Es cuestión idiosincrática el cambio que Bruno propone al asumir el concepto de ciudadanía y los valores cívicos como algo inherente a cada ser humano y no como inherente al poder, pues los mismos que estas en el poder no creo tengan claro el concepto de valor cívico y mucho menos de ciudadanía.

Un ciudadano educado y consciente es un ciudadano capaz de elegir un buen gobierno y al mismo tiempo de llevar un buen gobierno, aunque para todo existe excepción, como es la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, un pueblo culto y educado, que cae ante el engaño de un demagogo; es decir, ni aun la alta educación y ni los valores cívicos son garantía de poder evitar una dictadura, más cuando la desesperación y la pobreza juegan papel tan importante en la vida de una sociedad y considero que México no es la excepción.
Jorge

http://ajdrache.blogspot.mx/ dijo...

El escrito de Bruno y el mío guardan algunas similitudes que no son superficiales. Apenas en la segunda línea, él ya indica que hay una crisis de representatividad (yo lo hago hasta el sexto párrafo). Esta crisis es mucho más relevante de lo que parece: es una crítica –no ya teórica, sino práctica– a la democracia: si hemos elegido a nuestros gobernantes, ¿por qué no nos sentimos representados? Bruno llega a la misma conclusión que yo: quienes ostentan el poder se encuentran en una esfera muy apartada del resto de la sociedad.
La siguiente coincidencia es la referente a la complicación que representaría para el sistema de gobierno mexicano la incursión en el parlamentarismo. La razón es la misma para los dos: nuestro país tiene muy poca experiencia parlamentaria. En este mismo tenor, Bruno y yo también coincidimos en que la tradición de gobierno en México no haría sencillo la implementación de un primer ministro. Creo, asimismo, que los pocos beneficios prácticos de este sistema no compensarían la confusión que generaría.
El último tema sobre el que tenemos una postura similar es cómo debería conducirse el presidente una vez que ha resultado electo. El presidente debería escindirse (al menos simbólicamente) del partido político que lo cobijó, justamente para indicar que ha renunciado a sus intereses personales para abrazar los intereses de la nación. Esta conducta hace juez y parte al presidente. No se trata de un problema endémico de México: ¿en qué democracia, incluso entre las maduras, es común que el partido político del que proviene el presidente lo contradiga? Este problema señala incluso una contradicción en el sistema político, ya que se trata de una clara intervención del ejecutivo sobre el legislativo: el presidente tiene, al menos, el apoyo (casi siempre total) de su partido en el Congreso.
Difiero con Bruno en tanto que él supone como acción democrática la de la comparecencia del presidente ante el Congreso durante el informe de gobierno. No creo que sea necesario este diálogo. En primer lugar, porque no se trata de un diálogo, sino de la lectura de un reporte; en segundo, porque no es un debate ordenado donde el Congreso pida explicaciones sobre temas específicos al ejecutivo; y en tercero, porque más que un diálogo es un espectáculo en el que se pueden hacer apuestas acerca de la cantidad de insultos que el ejecutivo recibirá y el número de veces que será interrumpido por algún político con poca instrucción (como si el insulto fuera a mejorar algo). El informe así rendido solo sirve para que políticos que no han sabido contrarrestar ni negociar, tomen protagonismo a través del vituperio.
Bruno concluye exponiendo que, en su creencia, la democracia es la mejor forma de gobierno. Sin embargo, creo que no ofrece argumentos contundentes que soporten esta afirmación. También creo que habría resultado muy provechoso un contraste de la democracia con otros sistemas, de manera que su conclusión descansara más en esa comparación que en argumentos siempre afirmativos de la democracia.
Alan