miércoles, 26 de marzo de 2014

Sonrisa

Pareja de recién casados orientales en Central Park. Foto: BT

Lo que me motiva a salir muy temprano de mi casa para ir al trabajo es hacer bien las cosas. Desde niño quise ser bueno en algo. Hace tiempo, cuando viajé a Francia, descubrí que era bueno cuidando niños. Aunque siempre pensé que los mocosos eran más fastidiosos que tiernos, estar lejos de mi casa y mi familia me hizo valorar la compañía de los seres más nobles de cuantos hay en la Tierra.

En la universidad, amé mi carrera y disfruté hasta los exámenes de muerte. Mi motivación: hacer las cosas bien. Nunca le di crédito a la suerte, a las posibilidades de que algo suceda sin planearlo antes. Nunca... hasta que apenas hace unos días descubrí el potencial de creer sin saber, de concederle a la suerte un poco de autoridad y a los planes, ninguna.

Soy fiestero, borracho, jugador, reventado y a veces cursi, no lo niego y tampoco creo que sea un orgullo. Es mejor ser sincero que aparentar una personalidad que termina por defraudar a los demás. Por eso siempre me presento como soy, sin máscaras. Con la sonrisa fácil por divertida, que no quiere conseguir nada, que se propone ser simplemente auténtico.

En la primaria conocí a una niña que se parecía a mí. Nunca decía mentiras, con lo tentador que era hacerlo, con tal de hacer lo correcto. Prefería hacer las cosas según su propia regla que dejarse llevar por la tentación de engañar a alguien; decirle, por ejemplo, que tenía una casa enorme, donde jugaba con un perro de raza mastín tibetano o echaba a correr al lado de un río artificial. Por eso me caía bien, porque no presumía nada en una época en la que todos quieren presumir algo.


Esta es la historia de un hombrecito que un día salió de su casa sin ninguna expectativa, tan solo con la idea de cumplir con su trabajo hasta muy tarde. Tomó el segundo piso del Periférico, llegó a su edificio muy temprano y se puso a trabajar sin parar enfrente de la computadora repleta de números. Pero la suerte hizo de las suyas.

Primero, le recordó que necesitaba un nuevo teléfono celular y lo dispuso a ir por él cuanto antes. El tipo, más bien torpe e inseguro, nunca imaginó que ese día conocería a la persona que le haría cambiar de opinión respecto a los límites y alcances entre lo correcto y lo interesante.

No solo fue una impresión ligera basada en la idea recurrente de que una mujer es hermosa y por tanto hay que hacerse el interesante para ligar algo. Más bien fue esa chispa que ilumina, de repente, la intención de todos los días. Saber que  hay una persona por ahí, en algún lugar de esta ciudad, bajo el mismo cielo grisáceo, que probablemente camine por las calles repletas de jacarandas de flores lilas con el cabello agitado por el suave viento, que quieres volver a ver sin ningún motivo en especial pero con desesperación. Que quieres admirar porque sí.

Nunca había considerado mi vida monótona hasta que me enteré que a este tipo una niña sonorense le hizo sentir que debía volver a verla bajo cualquier motivo. Supe entonces que enamorarse es que no te importe hacer lo correcto, dejar a la suerte lo que siempre has querido que sea predecible y controlable. Quisiera ser igual de inoportuno que él, cuando le preguntó su teléfono, cuando la invitó a cenar, cuando recordó su sonrisa eterna en una noche de primavera y empezó a acordarse de esto sin parar.

También quisiera que ella, algún día mientras dure el encanto, acepte su invitación.

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