miércoles, 26 de enero de 2011

¿Envanecer y desvanecer?

Era melancólico y sus alegrías muy de vez en cuando eran de chocolate. Observaba los árboles del jardín desde el primer piso donde tomaba clases. Platicaba asuntos insulsos con un compañero de clases para despejar la mente o atascar las venas cercanas al corazón. No era plática de grasas sino de gracias, las que bien pueden provocar un infarto de tanto reír.

Su melancolía le llegaba de noche. Cuando llegaba a su cuarto, regado y con una botella de vino apenas descorchada, sentía la necesidad de llorar pero no podía. Su orgullo se tragaba los celos y la envidia, lidiaba con la turbulencia de su corazón y apretaba los músculos de la cara, haciendo mutis de dolor. Además de lo espiritual, que según Sagan también es materia, un ganglio inflamado lo preocupaba porque sin razón alguna le dolía.

Así las cosas, era semi adicto a las redes sociales ya bendecidas por el Papa y la adrenalina de los chismes conducía sus noches. Aunque una profunda vaciedad lo agobiaba en las mañanas, se sentía mejor al ver la luz y a veces el sol. Recorría largas distancias que le permitían pensar, pero con sus problemas a cuestas, siempre se quedaba dormido en alguna parte del trayecto. Los sueños no eran garantía de paz pero en ésta dimensión al menos había una misma solución: despertar.

Hace varios días concluyó con su equipo de trabajo que el mayor problema de los hombres es el egoísmo. El más agudo de sus compañeros sentenció: "yo creo que el problema es la esperanza". Un día antes había comentado que él nada esperaba del curso de Historia porque esperar no es bueno. En cierta medida tiene razón, hacerse expectativas de algo o alguien es malo. Las desilusiones rondan las ciudades y los pueblos.

En busca de un mejor trabajo, el analista conversó con su maestra. Se dio cuenta de que es mejor ser equilibrado, como ella. Se notaba en la mujer el gusto por el trabajo intelectual y tenía estilo a pesar de fumar como chimenea. Algo le decía que reflexionar las obras de los clásicos le daría aliento o al menos lo distraería de sus emocionalismos. Un intelectual enamorado, distraído de los líos científicos y filosóficos... debía encauzarse.

No quería perder la cabeza por alguien que, si bien valía la pena, no valía la desdicha. Recordó entonces el romance de Miramón con Concha. El traidor que fue presidente antes de cumplir treinta años y se empecinó con la condesa que entonces no lo era. Una vida de sufrimiento al tiempo de las guerras del XIX. Quizás ese lazo tan poderoso marcó, como su cicatriz, el desenlace trágico. Ni siquiera creo que haya disfrutado vivir así. La amistad con ella se desvaneció de antemano, él siempre la envaneció con sus actitudes.

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