domingo, 1 de enero de 2012

Cuando amanece otra vez

Amaneció normal, como a eso de las nueve de la mañana. Tengo entendido que es una hora decente para levantarse. El recorrido inmediato por las calles de la colonia mostró una ciudad desierta. Pensó dos veces si caminar o esperar que pasara un camión; improbable en día feriado que cayó en domingo. Lo avecinó enseguida, no obstante, y consideró provechoso hacer las dos cosas. Llegó hasta la avenida más cercana y siguió a pie. Luego se presentó la disyuntiva, ¿dónde desayunar? Opuesto a aquello que se había apropiado de "tomar su norte", viajó hacia el sur. Contemplar la gran universidad bañada por los rayos de sol del primer día del año resultó inspirador. Tanto, que no pudo contener las ganas de intercambiar con un universitario algunos puntos de vista por teléfono, aunque no estaba de ánimo para platicar con alguien que no fuera su conciencia. Más rápido que de costumbre, y eso que hay un carril reservado para este transporte, llegó al centro comercial. Se disponía a desayunar provechosamente en compañía de doña Chole. Le caía bien después de todo. En la celebración de la noche anterior se portó como toda una dama. Incluso brindó con refresco por sus propósitos de año nuevo, aunque se abstuvo de comerse las uvas, por no haber fermentado. Es que la señora es dada al vino, pero él no tenía humor de beber. No sin el brindis tradicional.

Un amigo de esos que se vuelvan necesarios para desahogar el alma repetía con franqueza y fatalidad que "cada quien vive su propia vida". No es que esté bien o mal, simplemente es así. Acostumbrado a la indiferencia de quienes lo rodean, opta por refugiarse en un mundo virtual, desde donde asume mil personalidades y vigila a quien se le antoja. Sostiene que con base en prioridades egoístas las personas viven para sí. No importan los demás más allá de esa esfera íntima desde donde se dedica tiempo a los proyectos valiosos. Por éstos, se entiende a sujetos y objetos. Todo lo que está fuera de la esfera íntima, si no es hipocresía, se le aproxima bastante. Se parece a un juego de caretas, donde sobresale quien las intercambia mejor. En medio de esta situación constante, se dan todos los convencionalismos sociales que se pueda pensar. Vencerlos significa imponerse al absurdo de vivir para uno, pero también supone mirarnos panoramicamente, desde arriba; y dejar de hacerlo en una sola dirección, como los caballos que corren en el hipódromo. Esta carrera entretiene al público cambiante, pero condena a los corredores permanentes.

Algunos miembros de su esfera íntima no eran, por así decirlo, muy tradicionales. Hace tiempo que la cena familiar de fin de año había cedido su lugar a una comida obligada. Y es que había quien tenía otros compromisos entrada la noche. Al final de cuentas, cualquier pretexto justifica no prolongar la sobremesa. Lo importante era que hubiera reunión en todo caso. Durante el tiempo sentados en el mismo lugar se podía observar a tres generaciones platicando, a fuerza de años, de variados temas, con el matiz particular de cada época. Inspirado por el Barón, había decidido no prolongar el ritual familiar, para continuar su camino de llanero solitario iniciada la tarde noche del último día, en teoría, del año. Semejante despropósito demandaba agallas, sobre todo cuando se está en un ambiente tan hostil como la gran ciudad. Pero no había argumento que lo hiciera entrar en razón. Lo suyo lo suyo era la obstinación que defendía a capa y espada como una actitud muy diferente al capricho.

Ya no recordaba que había hecho el año pasado, es decir, hace justamente un año; no el cúmulo de momentos, desagradables muchos, que marcaron doce meses. Pero el día de hoy, ayer, se había disipado en su memoria. Seguramente lo pasó en provincia. Acostumbrado como estaba a viajar en estas fechas a cualquiara de las dos que tenía. Porque dialécticamente llamaba igual a la gran ciudad, nomás que ésta era una provincia contaminada y embarrada de asfalto hasta en los parques destinados a los árboles sobrevivientes. Su niñez transcurrió con la monotonía de las vacaciones siempre iguales. No quiere decir que no las haya disfrutado, que no hayan sido trascendentes los días que vivió encerrado, por voluntad propia, en la vieja casa de sus ancestros. Aunque no recordaba, salvo una vez, haber jugado a la pelota con los vecinitos de la cuadra. Más bien siempre interactuó con personas mayores. Las pláticas siempre iban en un sentido diferente a la interpretación que podía hacer un niño de primaria, incluso de secundaria, con las ventajas obvias que esto representaba. Por una parte aprender, pero por la otra no tener que decir algo para la plática. Un invitado ornamental a las reuniones de su padre. Un aprendiz de lo que fuera, apartado de un ambiente propicio. Lejos del relajo que provocan las invenciones infantiles.

Recién notó la felicidad que los niños entrañan. Verlos felices es proporcional al número de destrozos que pueden ocasionar. Pero vale la pena. Sí es cierto eso que dicen: los niños son la alegría de un hogar. Sin embargo, él ya no era un niño, por más que muchos insistieran que parecía y a veces se comportaba como un "niñote". Tampoco, afortunadamente, era padre de familia, por más que muchos menos insistieran en atribuirle la paternidad de alguna hermosa niña. Pues no, ni lo uno ni lo otro. Estaba en la transición de una juventud difícil. Cargada de las desavenencias naturales de la edad, pero con un sello personal. Una inconformidad hacia el mundo acechada por la intranquilidad y la rapidez. Una declaración de ideales demasiado amplia para la capacidad de programa que sus días le permitían. Su talante se forzaba por las limitaciones de su contexto. Sabía que no podía demandar de sus leales lo imposible. Cada quien daba según su capacidad. Y sabía que estaba impedido para reclamar algo, porque el principio de incondicionalidad lo vetaba de antemano. De repente, la legislación que defendía lo maniataba de exigencias.

Siempre amanece de nuevo. No importa que haya sucedido anoche. La continua existencia despierta con un buen café. Hoy el cielo brillaba, el aire inundaba la casa desocupada. Doña Chole había dejado la puerta abierta. Debió haber ido de compras. Tal vez por eso Perisur estaba tan vacío...

2 comentarios:

HMML dijo...

jejeje la insidiosa fatalidad de las cosas, pero también la curiosa paradoja de la misma...

Lisania Esteva dijo...

Es sorprendente lo que ocasionan los niños con su alegria, me tú nota me recuerda a lo que una vez oía que si los seres humanos fueramos como los niños que cuando se caen lloran o tenemos una mala acción con ellos estos rapidamente la olvidan y nosotros no al contrario la vamos almacenando, en un bolso el cuál vamos llenando de cosas q no necesitamos.