miércoles, 11 de enero de 2012

Día de campo en la ciudad

El domicilio: en medio de las lomas, lugar impredecible para hacer día de campo entre semana. No importa que el viaje haya sido largo, proporcionalmente a las obras de segundos pisos y puentes subterráneos que le dan sazón a la ciudad. Llegué impuntual, como todo caballero nervioso que se empeña en llegar a tiempo. La compañía era indispensable para sortear el tortuoso juego de las relaciones públicas. Esas para las cuales no se toman clases, ni se aprende por teoría. Las obras viales llegaban hasta el corazón de la zona exclusiva por excelencia. No es que ya hubiéramos llegado al jardín que nos liberó del bochorno que generaban tantas personas hablando al mismo tiempo en la sala y comedor de una diplomática. Apenas nos hallábamos perdidos cerca de donde sabíamos que se presentaban los “hasta luego”. La mejor opción para llegar a ningún lugar o ser sorprendido por un golpe de suerte que acorta tiempos es cualquier taxi.

Parecía que soñaba la dama. No es por exagerar pero de lejos se notaban sus ilusiones. Digo de lejos, porque la vi desde que iba en el camión. Fue la única manera de subir a las lomas. Ningún taxi le hizo la parada a un forastero que se había puesto un traje a la fuerza. No le preocupaba tanto haber ensuciado sus zapatos nunca boleados o haber subido una talla que evidenciaba el ajuste del saco. No, su preocupación era sobrevivir al compromiso. Enfrentar con seriedad aquel contrato social que siempre había despreciado. Donde sucumbía la sinceridad al fingimiento ‘natural’ para cerrar tratos, aunque éstos fueran un simple saludo que llevaba a intercambiar tarjetas para futuras misiones. Estaba contento, por ello, de ir con alguien. Además, alguien que se preparaba para sortear las dificultades de la hipocresía institucionalizada, con una sensibilidad atípica. Se notaba que su carácter era idealista, porque no asimilaba la realidad y ya. Pensaba…

No estoy tan de acuerdo con la afirmación de que “todos pensamos”. Hoy en día parece que muchos escupen las mismas frases de siempre. No cuestionan más de lo que reciben, precisamente porque les cuesta trabajo dar. Tampoco se trata de caminar con el alma filantrópica por dondequiera que vamos (qué bueno fuera). Pero algunos exigimos un poco más de reflexión a los dilemas que nos impone la vida y sólo contadas ocasiones podemos llevar del monólogo diario al diálogo semanal, mensual, anual, o ya de plano lústrico. Volviendo a la fiesta (si es que en algún idioma las despedidas son fiestas), fue difícil soportar el protocolo de varios minutos sin poder hablar libremente o tomar de la tentadora copa en mi mano. Sin embargo, aún no soy tan rebelde como para ir en contra de convencionalismos sociales nuevos. He roto con los que me encasillaron mucho tiempo porque se habían convertido en hábito, pero eso de ir a aprender a comportarse en público con gentes de varios países no es nada fácil. Es cuando uno valora aquella frase: “adonde fueres has lo que vieres”.

Las ventanas que se podían ver desde el jardín hacían pensar en los amaneceres que podían tener lugar frente a esa hermosa barranca. Enseguida uno piensa en los costos de vivir ahí, desafortunadamente. Pero nadie puede matar la ilusión, porque en sí misma es momentánea, y lo mejor de la vida es disfrutar al máximo los momentos. No quiere decir que no sea importante planear, pero el diálogo que apenas iniciaba había partido de una premisa básica: “la espontaneidad es buena”. El argumento de autoridad que lo sostenía no se limitaba a la opinión de una prestigiada autora de ciencia política, se evidenciaba en la experiencia de los protagonistas de esta historia que estoy contando. Incluso lo llevaron a una práctica de campo en ese mismo momento. Iniciaron una plática con el embajador de un país controvertido. Bueno, se trata de una generalización, pero digamos que su líder se caracterizaba por una peculiar simpatía social. Así que aprovecharon para cuestionar, sin atender a las reglas formales de la diplomacia. Cómo sea, eran los más jóvenes en un evento que congregó a decenas de viejos, qué más daba. Dicen que se aprende más en la vida que en la escuela. Y empezaban a creérsela. Ahí, donde el tiempo se había detenido y el espacio, paradójicamente, se había ampliado. Será que el jardín se despejó…

De regreso al tránsito, discutieron sobre tantas cosas. Ameritaba continuar el coctel, pero el bullicio se había ido. Y cuando uno oye tantas voces parlotear presunciones, se anima a buscar la autenticidad. Pero el contexto ya era otro. Ahora seguía profundizar las opiniones. No imaginé que esa mujer fuera una experta en plantear situaciones límite: en las que uno se halla entre la espada y la pared y forzosamente tiene que decidir. Esto es lo peor, no estar enfrente del dilema como tener que escoger. Ahí era donde me detenía ahora, en la compleja situación de resolver los problemas. Luego de tanta plática, obviamente me interesaba conocer su visión de las cosas. La que difícilmente se podía rebatir, sencillamente porque buscaba “el punto medio”. A todo esto, un cielo rosado y un vino blanco contribuían a las conclusiones de su día. Estaba de por medio el futuro de un proyecto, pero sólo deseaba que el tiempo se prolongara. Nadie amaneció pensando que vivirían lo que ya se había convertido en una anécdota. Y es que uno tenía fama de anecdotario y ella escondía, detrás de esa sonrisa inconfundible, un interés inédito en comprender el porqué de las relaciones humanas. Ah, y el porqué se perdieron sus llaves…

No hay comentarios: