sábado, 7 de febrero de 2015

Donde deja de sonar tu arpa


Un amigo que ya no veo me dijo que para escribir es necesario tener que vivir con una ausencia. Para algunos escritores esa ausencia es el amor, o mejor dicho, la falta de ese amor que lo llena todo tan patéticamente en la vida de los normales. Para otros probablemente es la falta de certeza, saber que nunca sabrán si en verdad lo que creen es cierto. Para mí es la amistad.

Cuando crecía miraba a mi alrededor los grupos de personas, cada uno en busca de lo suyo, empeñándose en el fin que los ponía en cierto lugar a tal hora. Por ejemplo, los que entrenaban natación al norte de la ciudad de Oaxaca. A veces los miraba en la alberca donde aprendí a nadar, en aquella privada de los enormes Laureles, otras veces estaban en el parque frente a mi secundaria, estiraban, corrían, reían, todo mientras un señor les cronometraba el tiempo. Como si para reírnos hubiera siempre un cronómetro invisible que está marcando cada fracción de segundo, para comprobar que eres bueno o por lo menos mereces estar en el equipo autoproclamado triunfador.

El otro día amanecí sin nadie a mi alrededor. Era de esperarse, hace tiempo que vivo solo, la mayor parte del tiempo encerrado en un salón, una oficina, un cuarto que recuerda a una cueva. Como cuando David, el rey escogido por Dios, huía de sus perseguidores; viviendo a salto de mata no encontraba refugio en ninguna parte, lo acechaban todo el tiempo. Había que impedir que el muchacho insolente, el mismo morboso que había ido al campamento a ver sangre, alcanzara el trono del reino. No cualquier reino, sino el reino escogido. Y ahí estaba, en una cueva como mi cuarto, solo y con poca esperanza.

El David de la historia tuvo un amigo, al que dejó de ver por las circunstancias. Malditas circunstancias. En ese tiempo era la furia del rey en contra de un pastor de ovejas que mataba leones y osos con su honda, pero pastor a fin de cuentas; el miedo a que todo lo alcanzado se perdiera; el aferrarse a una gracia que se concede solo una vez en la vida. El poder humano lo buscaba desesperadamente para matarlo, aun cuando a veces era atraído por la sutileza de la maldad que te ofrece en charola de plata lo que quieres. Puede ser comida en el mejor de los casos, aunque nunca sepas si está envenenada la última uva. David no la comió, su astucia era mayor que las circunstancias. El que escribe la comió.

Es difícil entender cómo puede disolverse una relación importante de la noche a la mañana, pero ocurre. Cuando pasa es fácil comprender que las cosas no volverán a ser las mismas, por lo menos no para quien lo piensa. La nostalgia es un poderoso motivo, tal vez la ausencia que me comentaba aquel amigo tiene que ver con este sentimiento, querer volver al momento en el que pudo evitarse todo lo que sobrevino. No es tan sencillo. Necesitaríamos una máquina del tiempo, y aunque últimamente la ciencia nos sorprende con los avances que logra, no he sabido nada de la famosa máquina. Aun cuando surgiera de la nada el portal dimensional que facilita el arreglo de todas las cosas, sinceramente caeríamos en la falsedad, oh contradicción, de querer enmendar las cosas cuando ya se echaron a perder. Sería una salida bastante fácil.

En las fotografías del pasado hay sonrisas muertas no porque sean falsas sino porque están detenidas en el tiempo, como una cripta en donde se lee que fulano de tal fue el mejor padre, esposo, hermano y amigo. Puede decir más cosas, que le gustaba la lasaña y cuando la comía la mirada le brillaba un poco más, o que sentía que volaba cuando se subía a una bicicleta y rebasaba a los camiones en una peligrosa avenida de la ciudad. Todo, sin embargo, es de una frialdad aterradora, está ahí, como las estatuas en los museos, como una fuente que nunca deja de aventar sus chorros de agua siempre y cuando el mecanismo esté encendido; también como esos psicólogos que te reciben para escuchar lo que te agobia a cambio de honorarios lo suficientemente amables.

Me sigue conmoviendo esa idea relacionada con la bondad: alguien que te quiere a pesar de lo que eres, no quien te quiere por lo que eres. También la de que el mejor amigo no es el que se busca, sino el que se es. Las dos son válidas. Cuando vamos huyendo de alguien o de algo y nos escondemos en el fin del mundo. Cuando se acabaron las posibilidades de arreglar las cosas y todo lo que tienes es un pesado silencio, parecido a las tardes de domingo sin nadie junto a ti. Ahí está tu soledad y el poeta dirá que es una compañía, irremediablemente lejana y cercana a la vez. La ausencia esa que se apodera de ti cuando gritas desesperadamente y nadie te escucha porque no has abierto la boca aunque los ojos estén rojos, como si hubieran proclamado una huelga de amor.

Ahora mismo pienso en David. Cómo hacía para sobreponerse a ese destino cruel: el de ser elegido y no saber adónde ir a coronarse, el de tocar tan bien el arpa y no escuchar ninguna música, el de haber hecho frente a un gigante cuando todos temían y causar la envidia del soberano. Estaba abandonado en medio de su pueblo, no tenía un amigo cerca a quien abrazar, probablemente ninguno en el mundo. Lo cercaban como leones. Y la cueva no decía nada, pero el silencio proclamaba las virtudes del destino. No entendía el porqué de la ausencia, extrañaba la serenidad del campo, el saberse escuchado por alguien en la profundidad de los azules del cielo. Y sin embargo estaba solo, ahora mismo, intentando escribir una historia diferente desde la oscuridad de su celda autoimpuesta. Donde no cabía el miedo, pero sí el silencio, que a veces es peor que el miedo, sobre todo cuando la música, es sabido, adereza los pasos del futuro rey.

La amistad es como una melodía que alegra nuestro corazón. A veces deja de sonar y se apagan las luces. No sabemos cuándo volverá a sonar, pero esperamos, ¡por Dios!, que suceda. 

No hay comentarios: