En el Museo Nacional de Antropología se exhibe hasta el próximo fin de
semana la exposición “Códices de México, Memorias y Saberes”. Pocas veces se
puede ver en conjunto los tesoros de la Biblioteca Nacional de Antropología e
Historia. Entre ellos, el hermoso Códice Colombino, el único de la exposición
que es prehispánico —data del siglo XI— y está en México. Realizado sobre piel
de venado cola blanca con tintes minerales y vegetales; para fijar los colores
los antepasados que querían preservar las hazañas del Señor Ocho Venado, Garra
de Jaguar, usaron como mordente una orquídea.
La noticia corrió como pólvora. La semana pasada el pintor oaxaqueño
Francisco Toledo donó el acervo del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca al
Instituto Nacional de Bellas Artes, como contraprestación recibió un simbólico
peso. A lo largo de su vida a Toledo lo ha distinguido su filantropía, ese
carácter elevadamente humano que consiste en dar no de lo que nos sobra, sino
incluso de lo que nos falta. Por eso es tan significativo que Toledo haya
decidido donar al menos 125 mil objetos, que entre otras cosas conforman una de
las colecciones de artes gráficas más importantes en América Latina.
Al IAGO no solo van los estudiantes de arquitectura o los jóvenes con
vocación artística a consultar libremente el catálogo de libros. Basta visitarlo
en una mañana cualquiera —mientras en varios cruceros de la ciudad de Oaxaca
hay un caos vial que enfada al más paciente— debajo del techo de bugambilia,
con el sol filtrándose por sus huecos, hay niños y ancianos leyendo.
Probablemente los primeros han escogido el catálogo de “Pinocho”, la fantástica
carpeta de Toledo en técnica de pastel, para la que se basó en el famoso cuento
infantil.
La imagen que comparto, por idílica que parezca, es una constante desde
hace un cuarto de siglo en la casona de Macedonio Alcalá 507, y desde hace no
mucho también en la sede de Avenida Juárez. El año pasado visité en la primera sede
la exposición sobre el Popol Vuh de Sergio Hernández. Es un buen botón de
muestra de lo que logra la institución que le costó un peso al gobierno de la
república. El texto curatorial estaba a cargo de Miguel León Portilla, uno de
los mayores estudiosos de lenguas indígenas en México. También la muestra
compartía un cuento realizado para la ocasión por Juan Villoro, escritor indispensable
en los tiempos que corren. Los tres son figuras de la cultura mexicana, los
tres son amigos de Francisco Toledo, ya no el pintor sino el museógrafo, que
abre su casa, donde alguna vez se vendió carbón y fue peluquería, al arte y
todo lo que de él derive.
Es interesante que la mayoría de los códices de la época prehispánica no
estén aquí. Por ejemplo, el Nuttall se conserva en el Museo Británico y el
Vindobonensis está en Viena bajo resguardo de la Biblioteca Nacional de
Austria. La historia cuenta que se lo llevó Hernán Cortés al emperador Carlos
V, y luego pasó a manos de Leopoldo I de Habsburgo. La tradición de narrar
hasta la Colonia estuvo motivada en buena parte por dos cuestiones
fundamentales: Mira quién soy y de dónde vengo, de ahí la importancia de marcar
las genealogías, narrar batallas, contar enlaces matrimoniales, revelar
mitologías. La mayoría de los códices se cierran y se abren como biombos. No es
difícil imaginárselos en una biblioteca antigua de la Mixteca custodiada
siempre, pues en esas páginas, si así puede nombrárseles, iba la memoria
histórica de todos.
Francisco Toledo no solo es un artista plástico y mucho menos uno que
trabaje para sí mismo. Si bien la vocación artística tiene que ver con la
liberación del alma en lo que uno hace, más allá de si el arte gusta o no
gusta, también es cierto que hay creadores que no buscan para sí los beneficios
de que suceda lo primero. De ahí que el juchiteco haya invertido más que
dinero, tiempo y dedicación en la creación y mantenimiento de una empresa tan
noble como el IAGO, en la que cada oaxaqueño puede ir tras la búsqueda de sus
orígenes míticos, al mismo tiempo que recorre el universo del arte, desde
Durero hasta Orozco, desde Ensor hasta Posada. En la que puede, si se lo
propone, investigar quiénes fueron los tlacuilos y comprobar que Toledo es
nuestro tlacuilo mayor.
Los que escriben pintando dejaron testimonio de los hechos del pasado en
códices, pero además lo hicieron estéticamente hermoso. Uno no puede dejar de
admirarse al observar los trazos perfectos, la armonía de los colores, el gesto
original; la secuencia de sucesos que nos narran, en conjunto, una historia.
Hoy, la historia de Toledo, nuestro tlacuilo desenfadado, está escrita en la
reciente donación de su colección, ya no porque en sí misma sea muy valiosa, sino
porque comprueba el carácter generoso del oaxaqueño, que cuando pinta escribe,
que cuando escribe cuenta, y cuando cuenta preserva su pasado prodigioso. Se vuelve, pues, un Garra de Jaguar.
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